martes, 31 de agosto de 2010

La estructura, hacia el ojo de Dios.

La llamada.


Una brisa fría y seca descendía silenciosa desde la ventana de barro. Allí la luz de una luna que sonreía roja como un tomate, daba a la estancia un ambiente de pub irlandés. La puerta entreabierta pintada de azul, al igual que la pequeña cúpula de adobe que coronaba cada habitación-posada. Aquí el aire era limpio, fresco, seco, perfumado de mineral , una paz profunda venía desde las arenas, el silencio roto solamente por el ladrido de algún perro, dejaba una sensación de alivio en aquél viajero que se afanaba en dormir una noche más.

Todos sus sueños, todos sus anhelos estaban apunto de cumplirse y en el silencio, en la oscuridad , saberse tan próximo a su objetivo le causaba inquietud, le desconcertaba de excitación. Nada se oía , la habitación pequeña, toda de barro, tumbado en el suelo sobre unas mantas, pero todo muy limpio, sin mobiliario alguno, solo su mochila, la ventana, la brisa, la luna, y más allá Dios que le miraba desde algún lugar ya cercano,… lo sentía muy dentro.

Desde que partió desde Francia nunca desapareció ese hormigueo en el estómago, la sensación premonitoria de que su vida estaba cambiando y debía cambiar, metro a metro, noche a noche. Era consciente de que a cada paso la sensación de libertad en su interior crecía , convertía en más livianas sus piernas y sus sentimientos se aligeraban del lastre doloroso que le impulsó a escapar, no se sabe dónde.

El viaje fue muy duro, todo parecía una locura, una sinrazón, rodeado de extraños, en una tierra extraña, tan diferente de su tierra natal. A menudo recordaba encontrarse sentado en su despacho de abogados de Nimes, donde nació su aventura. Su despacho , en la plaza de Fréderic Mistral se situaba en una casona típica del centro, cerca de la iglesia de Milhaud donde hace tiempo le gustaba refugiarse en las tardes lluviosas del otoño francés, donde hacía oración.

Eso fue hace tiempo. Ya no visitaba al Santísimo por las tardes como era acostumbrado después de su café, antes de volver al trabajo, ni se sentaba junto al coro en la intimidad de la penumbra para hablar con Dios. Esas tardes ya pasaron, ahora todo alrededor le olía a rancio, los días nublados ya no eran melancólicos, la humedad atravesaba sus huesos dejando un poso pegajoso de amargura, el paso del tiempo arañaba su cerebro , y sobretodo aprisionaba su corazón, como si un chamán maya se lo hubiera arrancado del pecho y lo estrujara entre sus manos aún latente. Su fe se sumergía en el olvido como los orcos de Moria, Dios le había abandonado para siempre, y él abandonó a Dios una tarde cualquiera en un hospital, no lejos de alli.

En el despacho, sentado junto a aquella vieja mesa de madera maciza tallada - que compró a un anticuario parisino por una fortuna -, entre orlas y títulos, ensimismado, con la mirada vacía y perdida, fija en el símbolo de Apple de su Imac, pasaba una tarde más.

Navegaba por la red, como casi siempre, buscando información referente a casos interesantes, o consultaba aburridos puntos de derecho laboral, hasta que de pronto, dejaba escapar su imaginación y se perdía . A veces realizaba búsquedas sin sentido y se dejaba llevar de una página a otra, nada interesante, nada despertaba su interés, blogs estúpidos donde el poetiso de turno plasmaba lo que creía ser capítulos interesantes de su vida, que no dejaban de ser pura verborrea de mala calidad con reflexiones cursis carentes de imaginación, donde ni Dios comentaba nada porque no había nada que comentar. El era el único navegante de tarde plomiza que estaba leyendo en ese momento aquellas tonterias de blogero ignorante y tonturcio.

Sin embargo le gustaba evadirse por la inmensidad del océano, meterse hasta las rodillas en las costas pantanosas de Liberia, entre caminos por la taiga atestada de mosquitos, o trepar por el hielo de algún glaciar del Karakorum, en lugares remotos donde podríamos dudar que hubiera puesto el pie alguna vez el ser humano. Arrancaba Google Earht y se dejaba llevar, perderse, sin rumbo fijo, de pronto paraba el vuelo y dejaba la pantalla inmóvil, en la coqueta pantalla plana de 22 pulgadas del Imac una porción de tierra, como si fuese una parcela que acababa de comprar, analizando el terreno, aquí un riachuelo, arena, árboles, nada, esto podría ser un camino, no, no lo parece....el lugar habitado más cercano podría estar a cientos de Kms., bosques impenetrables, ardientes extensiones de desierto, donde para que apareciera algo semejante a una carretera le debías dar varias vueltas a la rueda del ratón inalámbrico.

Le gustaban los espacios abiertos, cuando no paseaba por Isla Elefante en la Antártida lo hacía por la fosa de las Marianas, o se perdía entre los huertas del delta del Nilo, recorría el glaciar Baltoro, se desviaba hacia las laderas del Hiden Peak y subía el K2 bajando por la vertiente china, cuando no escudriñaba los caminos que ascendían a las montañas cercanas a Nimes, las dehesas españolas, las terrazas llenas de antenas y caóticas de El Cairo, remontaba el Amazonas hasta Manaos, continuaba perdiéndose hasta Santa Maria de las Lluvias y desde allí montaba y dirigía una expedición hacia la profundidad de la selva en busca de una nueva parcela que añadir a su registro particular de la propiedad, al patrimonio de lejanías en el subconsciente de niño triste que en el silencio de su despacho llamaba a los cristales mojados que comenzaban a llorar hacia la plaza.

Conmutó entre tareas y volvió a releer aquella sentencia que tenía entre manos. No duró mucho su intento, pronto pulsó de nuevo Alt.-Tab y en un segundo se encontraba deslizándose por una solitaria carretera casi enterrada en la arena en lo que antiguamente los alumnos del colegio Santo Angel llamábamos “Rio de Oro”, el Sahara Español. Le fascinaba el desierto, aquellas extensiones solitarias, aquel entorno extremo donde nadie querría ir, donde los demás nos negaríamos de pleno, porque ir para penar…pero le reconfortaba pensar en aquellos polvorientos poblados, donde la vida debería ser más que dura.

Continuaba descendiendo por aquella arenosa carretera, atravesaba fronteras y por fin llegaba a Nuachockt, donde se perdía por sus barrios suburbiales, entre los tejados y los corrales secos de aquella ciudad ocre y perdida entre la inmensidad del mar y el desierto. Porqué alli ? se preguntaba a menudo, el caso es que siempre después de un largo viaje a golpe de ratón sus huesos iban a reposar en Nuakchoctt,, que no era precisamente el lugar más afortunado y agradable de la tierra. Una vez daba un buen paseo por la ciudad, - para él no existía el peligro- visitaba la playa, y comía en algún restaurante de dudosa calidad. Regresaba a su despacho para ir al servicio, pero de nuevo regresaba con gran inquietud y pensando,- parece que hace ya menos calor.
Su gran tentación era continuar la carretera hacia el Este, adentrándose en la Gran Nada del Sahara, hacia la región de Adra, ignorando los peligros, la sed, preguntándose con quién se cruzaría en aquella carretera desnuda Y en algunos tramos cubierta por la arena del desierto e infinita que conducía a su …despacho, porque llamaban a la puerta. Su mujer , Alice, venía a invitarle a un café en el restaurante de la plaza. Etienne nunca volverá a ser el mismo, y últimamente lo encontraba peor de lo que ella esperaba- pensaba. Le aterraba perderle, ahora lo necesitaba más que nunca.


Etiénne, no regresó aquella tarde a Nuachockt,t ni a caer en poder del reciente golpista Mohamed Ould Andel Aziz , aquél dirigente que junto a su querido Sarcozy no habian podido hacer nada por evitar la ejecucion de su compatriota secuestrado por Al Qaeda. En aquél mismo desierto donde él se sentía feliz y por donde todavía dos españoles debían salvar su vida, a golpe de talonario del gobierno y por la extradición de otro guerrillero terrorista que de nuevo quedaría suelto por aquellos parajes dispuesto a ametrallar y llevarse a su cueva al primer extranjero con que se tope.

Esa noche vió un partido de fútbol del mundial de Sudáfrica, sin duda ganaría Argentina, estaba arrasando, y no perdía un partido. Sin embargo su querida Francia no daba una a derechas. A la porra con el fútbol.

Otro día más, y a su hijo mayor Philippe ni lo vió, llegaba tarde y se quedaba a estudiar en casa de un amigo, apenas pisaba ya su cuarto. El también buscaba su propio desierto y hace ya tiempo que se había adentrado en él.

A la mañana siguiente volvió a despachar con sus compañeros aquellos asuntos urgentes, pero en cuanto, tuvo oportunidad se echó su mochila a la espalda para partir desde Nouakchott por aquella carretera subido en la parte trasera de un todo terreno destartalado o en un carro, con el sol ardiente en la cara .

Evitaba regresar allí día tras día pero le era muy difícil. No recordaba cuando la descubrió , cuando vio por primera vez la estructura. Perdido en pleno desierto, pasó como un relámpago por encima de ella.

Aquel ojo que le miraba, desafiante, enigmático, tierno, una llamada poderosa que por muy lejos que estuviese le hacía regresar como un imán al metal, como un imán llama a la oración. Le reconfortaba estar allí, sólo, perdía la consciencia del lugar exacto donde estaba y esta sensación de sentirse dentro de la nada , la usencia de horizontes le infundían una sensación extraña de paz y libertad, como la de Zapatero en la ONU proclamando que la tierra no es de nadie, solo del viento… y aquella mirada poderosa le hipnotizaba, le sacaba de su depresión y se sentía un pionero como Maurice Herzog coronando por primera vez el Annapurna, dando la mayor gloria a Francia.

Su objetivo eran las coordenadas 21.125837 -11.402602 , debía llegar allí, a veces daba vueltas y vueltas, vagando por el desierto, se adentraba en Mali, Argelia e incluso Sudán , pero al final siempre daba media vuelta con el puntero y volvía hacia aquella estructura de anillos concéntricos que le miraba tan fijamente como el Nazareno del altar de Nimes con quien tanto amor había compartido , su mente descansaba bajo aquella mirada, que él en sueños reconocía como la mirada de Dios.

Día tras día volvía a merodear por aquella carretera y se dejaba hipnotizar por la formación espectacular del terreno, aquello no parecía humano, sin duda alguna vino del cielo, algún meteorito, podría ser la mina a cielo abierto más grande del mundo. Sus anillos concéntricos le atraían , la espiral de rocas hacía que sus pensamientos volaran como si le hubieran encantado. Cuando se acercaba con el el ratón se imaginaba atravesando aquella tierra a lomos de un camello, en una caravana que hubiese llegado desde el norte, le asaltaban imágenes de las mil y una noches y Lawrence de Arabia.

Los días transcurrían monótonos y su vacío interior parecía crecer por momentos, su fe se escapaba entre sus dedos- como él después comentaba- aunque quedasen mojados.

El trabajo dejó de tener el interés que siempre le había suscitado, a él un hombre emprendedor, capaz de llevar a sus espaldas a toda su familia, un despacho con varios empleados, querido por sus amigos, dentro de su círculo era una luz guia, por su trato, por su capacidad para resolver los problemas de los demás, su desinterés, olvidándose de si mismo, una luz que se apagaba por momentos.

Sentía que su vida perdía sentido y la angustia empezaba a adentrase por las rendijas de la puerta de su despacho. Fue en uno de esos momentos en que el dolor y la desesperación no respetan a la cordura cuando decidió escaparse, huir, como Herzog, subir su montaña, escalar en las profundidades del mar como Jaques Cousteau o nadar por la infinitud del desierto como Lawrence. Debía ir. ¿Donde?. No lo tenía claro, pero no había otro destino, sin duda alguna su punto de partida debía ser Nouakchoctt.

Imprimió varios mapas de Mauritania.

Lo tenía todo previsto, por lo menos en cuanto a cómo llegar. Había contactado con un matrimonio parisino arduo de aventuras que querían bajar hasta Senegal en vehiculo, bajando por la franja costera africana. En un principio fueron reticentes, pero cuando Etienne les ofreció una suculenta compensación económica, los recién casados prefirieron aliviar sus arcas a cambio de perder la anhelada intimidad. Por lo menos hasta tierras mauritanas.

Etienne hizo la mochila, besó a su mujer, a su hijo y se marchó.



* * *

Nouakchott.

La ciudad de los vientos despertaba más calurosa que nunca. Los escasos vehículos que circulaban por el centro de la población dejaban un rastro de humo que ascendía hasta la ventana del hotel. Era la única avenida de la ciudad donde se podían ver tiendas y hoteles. Pasó una noche febril, empapado en sudor, dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño. En ocasiones se asomaba a la ventana , la calle vacía; por fin amaneciendo, la llamada a la oración de la impresionante mezquita saudi le infundió ánimos y curiosidad.

La tarde anterior se había despedido de sus dos compañeros de viaje, un viaje que se le hizo interminable pero reparador emocionalmente. Tuvieron que pasar continuos controles a lo largo de la carretera, no podían alejarse lo más mínimo para acampar, ya que los alrededores de la carretera en la zona fronteriza con el Sahara estaban sembrados de minas.

Apenas habló durante el trayecto, hecho este que incomodó a sus compatriotas. Viajaron juntos, pero lo hicieron con cierta independencia, como si cumplieran un contrato establecido y nada más. Pudo hablar en varias ocasiones con su mujer y tranquilizarla, Alice le echaba de menos, no le puso ningún impedimento aunque le pareciese una auténtica locura y facilitó las cosas, y sin duda se quedó más tranquila al saber que iba acompañado.

Una vez llegaron a la capital mauritana se separaron, él quería hospedarse en otro hotel y ellos al día siguiente querían continuar viaje hacia Senegal. Este es un país de contrastes, que transcurre del Magreb al Africa negra a través de un mar de arena. Un pais dos veces Francia, con tres millones de habitantes que lucha en una batalla interminable contra el desierto. La desertización a gran escala y las sequías continuas estaban provocando recientemente la desaparición de la vida nómada y los mauritanos se estaban asentando como moscas en la capital creando interminables barrios periféricos y uniendo las antiguas zonas separadas de la ciudad, cada una con su propia mezquita.

Mauritania es un pais sumergido en las entrañas del Islam, y por supuesto afecta a todas y cada unas de las facetas de la vida y del pais, Etienne sabía de los peligros de pertubar esta forma de vivir que en ocasiones no se mostraba precisamente tolerante. Conocía las normas, como hombre inteligente sabía que podía hacer y qué podía decir. También era consciente de que aunque corría ciertos riesgos, especialmente con la reciente expansión del terrorismo que Al Qaeda quiere extender por todo el Sahara, era en país acogedor, dentro de la pobreza en la que viven muchos de sus habitantes, era gente buena y hospitalaria, acostumbrada a luchar contra una naturaleza hostil que nunca pudo robarles la última gota de la ilusión por vivir.

Nouakchott esra una ciudad de interminables calles polvorientas cuadriculadas, con los mínimos servicios, fea, de espaldas al mar al que se asomaba con un oxidado y triste muelle. Paseando por sus calles los niños se le acercaban como en los documentales que veía después del trabajo en las tardes lluviosas de Nimes, que ahora se le aparecían tan lejanas. Se preguntaba por su mujer, que pensarían si le vieran solo por aquellas calles de tierra. No creo que Alice estuviera a a gusto aquí- pensaba, se reía pensando en lo escrupulosa que en ocasiones podía llegar a ser su mujer y cómo podían tirar una fruta porque tuviera una picadura. Qué lejos quedaba ahora todo eso, cuando observaba con qué poco se mantenían estas personas, la terrible sequedad a la que se enfrentaban y los escasos medios en una ciudad de polvo donde el agua podía llegar a valer más allá de lo imaginable. Una ciudad que desde que construyeran los colonos franceses en 1950 entorno al fuerte y de otro lado entorno a la mezquita, había multiplicado espectacularmente su población como si el flautista de los cuentos los hubiera atraído a la salina de las conchas, - como también la llamaban - ayudado por unos años de sequía espantosa.

Etienne había soñado en ocasiones ser uno de los quince soldados de su país que desde su fortín defendían el paso comercial que enlazaba Marruecos con Senegal, pensaba en los peligros que les acecharían. La soledad, tan lejos de la verde Francia, en una lugar donde la arena les amenazaba constantemente con tragarlos. De aquellos quinientos primeros habitantes que se establecieron en la recién fundada ciudad ahora contemplaba la masa humana a la deriva en que se había convertido. Un enclave construido como monumento a la sinrazón, donde en algunos puntos el mar superaba la altura de algunos barrios, donde no existía ni una gota de agua dulce, obligados a traerla del manantial más cercano a sesenta kilómetros de allí. La ausencia de infraestructura urbanística, el atentado medioambiental, la basura, el caos circulatorio.

A pesar de todo, Etiénne se sentía feliz paseando por sus calles y algo inexplicable se despertaba en su corazón al paso entre aquellas gentes, sentía que no estaba solo, que todo le resultaba familiar y no temía en ningún momento doblar una esquina.

Su ímpetu no decaía, por el contrario, no se olvidaba de la carretera que conducía al interior del pais, hacía donde su cuerpo, su mente y sobre todo su alma le estaban pidiendo que se encaminara.

Su francés nativo le ayudó sin duda a relacionarse con los mauritanos. En el hotel le dieron todo tipo de consejos , amablemente los escuchaba, los anotaba y los agradecía aún sabiendo que en su ánimo no se contemplaba seguirlos.Cuando saludaba o se despedía se guardaba bien de no darle la mano a las mujeres, ya que esto podía ser una ofensa. A pesar de todo la mujer mauritana no estaba tan sujeta a las costumbres del islam como ocurre en algunos paises musulmanes más tradicionales.  

Quería viajar solo, sin guia,  una aventura ariesgada para un extranjero recién llegado. La mañana siguiente la dedicó a recorrer el barrio y después de varias charlas y discusiones le consiguieron un contacto con el que podría - con suerte –viajar hacia la región de Adras, hacia el interior. No le dieron seguridad alguna, solo del pago que debía realizar por adelantado, no le aseguraban tampoco hasta donde llegarían, dependían de unos asuntos comerciales y del devenir de estos, según se desarrollaran los acontecimientos así avanzarían o se darían media vuelta. El aceptó. Recogió sus cosas, cogió el crucifijo de latón que reposaba en la mesa, lo besó sin saber porqué, lo guardó en el bolsillo de su camisa y se marchó.





* * *


...para un gigante.1949

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